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DETONADORES

La ceguera del mundo

Tuve que, ya en octubre del año pasado, cambiar mis hábitos: fuerza mayor. Es por eso que emigré a una ciudad más tranquila y segura. Una ciudad que te permite recorrerla las veces que quieras y con la calma necesaria para apagar el fuego de Buenos Aires. Atrás dejé a mis viejos amigos. La vuelta cotidiana por la panadería, el café, el barrio, las reuniones con los compañeros, la piel de Cinthia.
El Gobierno, en un comunicado oficial que detalla los peligros de la pandemia, nos obliga a quedarnos en cuarentena. La temporada fue pésima en Mar del Plata. Ya todos sabemos qué difícil se hace el invierno en los lugares costeros. Que los yanquis, que los comunistas, que los maoistas y, para colmo, sin clases, sin trabajo ni actividad social.
El departamento que alquilé ofrece la tranquilidad que necesito en momentos personales como estos. Adelanté el pago anual, así me sacaba de encima futuros trámites. Simular y esperar a que se apacigüen los ánimos para regresar. Tomaré con calma los acontecimientos y haré lo que nos sugiere el Estado.
«Queda prohibida la circulación de todo individuo que no tenga que ver con las actividades que se detallan: abastecimiento y atención alimentaria, salud en todos sus aspectos, seguridad local y nacional».
Habrá que ser paciente y frío. Esto de poder salir a hacer las compras solamente hará que me resguarde mejor. Por otro lado, no es muy distinto de esperar a que el tiempo avance a voluntad.
Dejé atrás mi verdadero nombre y me hice llamar Eduardo. En el balneario donde hice temporada (bien al sur de la ciudad), todos me dicen Edu.
Atrás también dejé a Mabel, que me tenía harto. Que todo el tiempo repetía que no conectaba y qué sé yo cuántas cosas más sobre el universo. Fuimos una gran pareja. Nosotros sabíamos que el accionar de las células iba a precipitarlo todo. Un tipo solo puede sobrevivir a cualquier cosa. Más aún si su cabeza y sus datos están en la central de los servicios nacionales de Inteligencia. 
Una mala temporada puede ser algo pasajero, al igual que esta pandemia. Uno de los últimos días de febrero me crucé con Dringue, que también cumplía con la cuarentena; el tipo me guiñó un ojo. Mientras, para mí, pensaba que habíamos hecho lo correcto con Mabel.
El departamento es pequeño, fácil para tenerlo limpio y ordenado. Estoy en un pulmón de manzana y es muy difícil escuchar los ruidos de la calle.
Con los ahorros que me traje cuando arreglé el despido del banco, pasaré unos meses tranquilo y a resguardo. Nada es más importante que mi seguridad personal. Atrás quedaron los balances, las cuentas corrientes de los clientes y las reverencias.
En pleno centro de la ciudad se puede encontrar todo lo necesario para abastecerse, repugnarse y volverse a abastecer. Ir a comprar alimentos es la única excursión permitida, al igual que pasear a las mascotas. A mí las mascotas nunca me gustaron. Apenas sí puedo conmigo.
Aprovecho para leer un poco en estos tiempos. Siempre disfruté de la literatura rusa, tal vez por mis abuelos moscovitas, que tanto me hablaron de los zares, de la revolución, de Tolstoi, de Dostoyevski. Salí de Buenos Aires sin saber exactamente cuándo regresaría. No iba a dejar mis libros.
Empecé con una rutina de ejercicios para no ganar peso, ya que la inactividad está afectando mi metabolismo. Cuando, obligado, tomé la decisión de pasar a la clandestinidad, pensé que iba a poder caminar por la costa, aunque fuera unas pocas veces a la semana. 
En el edificio no viven muchas personas, tan solo un puñado lo hace durante todo el año. No quiero imaginarme otro verano más en este lugar. Cuando se acomode un poco todo me vuelvo a Flores y, si se complica, “El Topo” Daniel me presta la casita de Ostende.

La pandemia es un virus que ciega a la gente. En otros rincones del mundo, la noticia es la cantidad de ciegos por el virus. Acá, a pesar de lo estricto de los controles, no hemos tenido casos. En Europa controlan la temperatura de los que circulan con permiso y la distancia entre la gente. La cantidad de muertes me deja perplejo. Suman millones en tan solo unos días.
Aproveché para escribir un par de experiencias que tuve durante las revueltas escolares, anécdotas de viajes y romances varios; siempre me acompañé de cuadernos. Sabía que esto me iba a sostener durante un tiempo. El departamento tiene solo 35 m² y está todo en el mismo ambiente, menos el baño, que no tiene puerta. En el piso soy el único que habita. Las personas con las que comparto el edificio tienen edad avanzada.
Las primeras semanas adopté la rutina de salir por alimentos y tratar de informarme sobre la situación. Me ponía la polera, la camisa arriba, los mejores Oxford y el gamulán con piel de oveja.
Algo de todo esto me preocupaba más que mis finanzas, que a este ritmo podría sobrevivir unos meses solamente. Tal vez ya estaban todas las comisarías notificadas y tanto Mabel como yo pasaríamos a ser la figurita difícil.
Me dejé la barba. Había crecido mi cabello y mi abdomen. Me ponía los lentes deportivos que me regaló Wado, y a cuidarme siempre de no ser yo.
En el almacén de la calle Bolívar, una señora comenta que ya hay casos en Argentina y en Brasil y que el general Lanusse, en su función de presidente, se la pasa haciendo anuncios y dando comunicados sobre los peligros del contagio y lo severos que serán con quienes violen la ley. 
La única forma de estar informado en mi caso es el diario o la radio. Algunas noticias nos mencionan como ‘grupo insurgente’, pero no nos tienen identificados aún. No tengo televisión, y por muchas razones no volveré a pensar en Mabel. Lo mejor fue dividirnos y que nos reencontremos cuando todo haya pasado. Seguramente, haya ido para Jujuy tratando de encontrar el contacto del Comando Norte para cruzar a Bolivia.
Las filas en los teléfonos públicos son inmensas y, además, toda la gente está entrando en pánico. Podría hablar con alguno de los muchachos del banco. Ellos ignoran todo. Creen que me fui de mochilero porque no aguantaba más la presión. O tal vez con el viejo. Otro también al que tuve que mentirle sobre mis pasos por seguir.
Decido concentrarme en cómo voy a resolver mi rutina. Esperar a que pase el tiempo y resistir el ‘aislamiento social obligatorio’. Compro La Capital y el Clarín para informarme, el mundo habla de "La ceguera mundial". Acá los controles son cada vez más intensos. Apenas arriesgo unos metros para ir al almacén.

He ido pasando el tiempo en el encierro. Ordené mis amigos y mis enemigos, lo necesario y lo innecesario, y siempre recaigo en Cinthia.
Ya estamos en abril y los científicos logran descubrir que el virus que transmite la ceguera lo hace a través del dinero. Tanto la lira, como la peseta y los dólares estadounidenses contagiaron a casi todos los habitantes de esos países. Algunos gritos que se oyen son desgarradores. Quiero creer que no son compañeros.
Cumplo la cuarentena y me conservo. Pasaron quince días y tengo que ir por alimentos. Las noticias en los medios y los comentarios en la calle hablan de casos en Buenos Aires y en el interior del país. Hay mucha gente con lentes, barbijos y temor. Algunas noticias políticas tiñen de sangre los periódicos: "Comando Activo de Liberación se atribuye el atentado al general Tomaso".
Vuelvo al almacén de siempre y los comentarios empeoran... Pienso en Mabel, pero no es el momento. Esta última semana fue terrible, ya no hay gran cantidad de alimentos, no hay abastecimiento de combustible y las calles están todas militarizadas. Algunos cadáveres en el piso hablan de caos y desconcierto. El sistema de salud colapsó.
Me preguntaba cómo era que en tan solo unos días esto se había puesto así. Pude ver cómo las Fuerzas de Seguridad habían tomado el control. La sensación era de totalitarismo.
María, la almacenera, me comenta que compre rápido lo que necesite y me meta adentro. Que los militares reprimían y no se sabía qué era peor: si el virus y sus consecuencias, o los militares y su salvajismo histórico.
Nuevamente en el edificio. Me sentía a salvo. El panorama era desolador. Qué sería de mis recuerdos, de mis seres queridos. Los muchachos del café... Ya no era como cuando alquilé. El edificio no tenía limpieza ni mantenimiento. Apenas una luz en el palier y otra en el tercer piso. La gente no trabaja y no hay cómo acceder al dinero. Hace ya semanas que se rompió la cadena de pagos y los remedios no llegan a las farmacias.
Por cierto, antes de entrar vi cómo se incendiaban un Dodge Polara y un Gordini. Ya no se veían minifaldas ni turbantes. Lo único que me preocupaba era mantenerme aislado y esperar a no ser un muerto más. La descomposición empezaba su juego.
Me preparo una sopa y recuerdo a Cinthia. Su delgadez, su estilo y su calma. Lástima que perdí su nuevo teléfono. Es la única persona que realmente me conmovió. Retomo los escritos, que es lo único que me distrae y me saca de este encierro.
El virus se transmite por contacto y creen que viaja a través del papel moneda. Una vez que la persona entra en contacto con el billete ya está en contacto con el virus. Es decir, el riesgo es tener dinero, pero sin él, en una ciudad y en un departamento, solo podría sobrevivir un tiempo hasta perecer.
Mayo me recibe ya sin saber muy bien el día y el horario. No la estoy pasando bien. Puedo decir que racionalicé todo lo que pude, pero más allá del temor, tengo que afrontar el contacto y ver qué pasa afuera. Las empresas de servicios dejaron de darlos, solo el agua es provista por el Estado. Ya no hay gas y las luces de las calles no encienden.
El dinero que tengo hace unos meses que está en el frasco vacío de café. Se puede decir que no entró en contacto. También sé que eso es todo y que ya no tengo a quién recurrir. Los pesos de la indemnización quedaron para que los compañeros pudieran seguir con la causa. Tomo algo de dinero, prefiero no contarlo. Obviamente, los ascensores no funcionan. Son ocho pisos por escalera. Bajo un par y me encuentro con una pareja de ancianos muertos en la entrada de su departamento. Él tenía agarrado un puñado de billetes en su mano derecha y ella, la bolsa de los mandados, vacía.
Estremecido y dándome por sorprendido, entendí que el problema ya no estaba lejos. Que algo siniestro pasaba en las calles. Golpeo el departamento del encargado y no responde. ¿Estaría muerto? Ya no estaba en el edificio y pensé que a lo mejor había decidido escapar y que algún refugio o solución estaba en marcha, mientras que yo lo desconocía.
Eran las seis de la tarde y estaba oscureciendo. Las calles mostraban gente moribunda y militares con escafandras. ¿Cómo hago para llegar al almacén de María? Ella era quien me informaba de la situación y me abastecía. Nunca quise creer demasiado en la pandemia, me pareció que era algo creado por los medios.
Ya no me interesaba escribir sobre las aventuras de viajes, los ateneos ni el cura de Racing. Solo quería saber si podía sobrevivir y qué sentido tendría. Miro a través del vidrio del palier del edificio y por delante de mí pasa gente desorientada, corriendo sin rumbo.
Un camión del ejército levanta con una gran pala a los cadáveres que yacen en la cuadra. La sensación de locura y muerte es indescriptible. Tengo que tomar una decisión y es correr cien metros hasta el almacén sin hacer contacto. Lograr que no me detengan las Fuerzas de Seguridad y regresar al departamento para pensar cómo seguir.
Abro la puerta, se respira un aire espeso y ácido. Tomo coraje y salgo hacia la esquina. María ya cerraba. Le pido que por favor me venda algo, que yo estoy bien y que no entiendo qué pasa. Ella me comenta, mientras me coloca en una caja algunos alimentos, que el Estado provee una vacuna para los que cree indispensables para subsistir, que los otros irían muriendo, como lo podíamos ver. Ella ya había sido vacunada y tenía prohibido el contacto con quien no lo estuviese.
Un nuevo orden estaba propagando muerte a través de un virus. Mi ostracismo y mi clandestinidad una vez más me habían dado una chance. No pertenecía a ningún grupo de privilegio y seguramente este régimen no me necesitaba. Además, solo quería reservar el anonimato. De cualquier forma, todo parecía tener el mismo fin. María tomó mi dinero porque sabía que solamente salía a comprarle a ella y que era papel que no circulaba desde marzo, cuando todo comenzó.
Antes de irme le pregunté qué debía hacer. El diario ya no se imprimía y los teléfonos públicos ya no funcionaban y, si las Fuerzas de Seguridad me detenían en la calle sin el permiso para circular, todo acabaría. Ella, ya cansada también de ver horror y represión, como sin fuerzas, me dice que se comenta entre algunos que pueden circular y se atreven a hablar, que los que sobreviven al virus lo hacen porque permanecen cerca del mar. Que se comenta que el salitre y el iodo del mar nos inmunizan. Algunas noticias internacionales decían que los únicos que sobrevivieron en Europa fue porque permanecieron en las orillas del mar. Que es por eso que mucha gente corre hacia la costa. Que algunos han logrado saltar los controles y han llegado hasta el mar.

Pienso y pienso, tanto esfuerzo en vano; qué será de nuestro sueño colectivo. Arriesgué la vida creyendo que íbamos a cambiar el mundo y parece que el mundo va a cambiar a su antojo. Diría mi viejo: "Te la pasás leyendo a esos comunistas". Me vienen imágenes pasadas. Las revueltas en el Pellegrini, las charlas con Cinthia, el asesinato del General.
Tomar la ruta y dejar todo pasado. Dejar de ser un muchacho con trabajo y buen pasar para convertirme en este simulador constante. La pregunta que me hago todo el tiempo es qué hacer en este caso. Si las Fuerzas de Seguridad me detienen y comprueban quién soy, seguramente me confinen al último agujero de la tierra. Si logro sortearlos, debo cuidarme del virus, que te ciega y mata al instante. Parece que salió el cero y perdimos todos.
Entonces, hastiado del encierro, de la falta de contacto, del olor rancio y de la falta de alimentos decido tomar el poco dinero que me queda, algunas prendas y un bolso. Huir, ese sería nuevamente el plan. Solo que esta vez no me sacan en el baúl de un auto, esta vez estoy realmente solo. Sin apoyo personal, sin estrategia y sin la energía necesaria. 
¿Será cierto lo que comentó María? ¿Realmente, la gente muerta sobre las calles eran quienes se atrevieron a violar el aislamiento y trataron de llegar a la costa? Tal vez ahí se pueda sobrevivir. Voy a improvisar con bolsas de nylon y a tratar de armar un traje que me proteja de esa lluvia color lila que cae constante e imperceptiblemente.
El plan es salir una vez que no se vean retenes en la cuadra y correr hasta el bloque de control que está sobre Buenos Aires o el que está sobre Colón. El olor en el edificio es hediondo. En la calle se respira ácido y temor. Estoy a trescientos metros de la costa. Salgo del edificio y doblo en Bolívar, atravieso Buenos Aires, esquivo el hotel y estoy en el mar. Ese es el plan, o en su defecto correr hasta Colón.
Abro la puerta del edificio y miro para ambos lados. Los coches prendidos fuego y la lluvia tenue provocan una neblina que me da la ventaja de no ser visto.
No se ven las Fuerzas de Seguridad en este momento. El riesgo cuando doble en Bolívar es que puedan estar ahí. Corro cuarenta metros y el bar de la esquina saqueado y casi prendido fuego tiene una televisión encendida. La imagen es repetitiva y tiene rayas. Es Pipo Mancera anunciando a Heleno. Entro al bar, que sobre el mostrador tiene una botella de Legui. Le meto un sorbo y salgo nuevamente a la calle.
Me cuesta creer todo lo que dejamos acá. Una sola esperanza. Ir al mar y encontrar el antídoto. Tomo velocidad. Nadie vivo por delante. Decido pegarme bien a los edificios por si necesito ocultarme en alguno. Estoy con ropa negra y envuelto en nylon. Salto a varios muertos que yacen en la calle y llego a la esquina de Buenos Aires.
Me oculto entre unos coches. De lejos logro ver el mar. Ya está por amanecer. Es mi oportunidad para llegar. El vallado es industria nacional, no debería ser muy difícil de atravesar. Seguramente estén haciendo cambio de guardia y este sea el único momento. 
Me viene a la cabeza la vez que entré a la casa de Mabel después del asesinato del General. Habíamos hecho justicia, los tiempos serían otros. Creíamos que los podíamos cambiar...

4 la ceguera del mundo: Texto

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